Este texto los escribió Antonio Burgos hace muy pocas fechas. En el demuestra su facilidad para escribir engarzando endecasilabos y para inspirarse en esa Sevilla que hoy le consagra…
Entramos en el tiempo prodigioso.
Sevilla, sola, escribe endecasílabos.
La luz, el aire, el agua, los sonidos
ya plumas son, de armao o de alguaciles,
que escriben la hermosura de estos versos
que quedan en el viento que barrunta
tambores, incensarios, capirotes.
Al pasar por el Parque has comprobado
que silenciosamente, como siempre,
el árbol del amor ha florecido.
Ese hermano menor de los naranjos
que no heredó fortunas de azahares
trasminando los aires de la tarde,
ni versos de poetas que cantaran
los días que se acercan racheando.
Tienen color capote estas hojas,
capote de Romero, recogido,
que el invierno es recuerdo de esclavina,
de bufanda, de abrigo y Cabalgata
cuando bajan las manos que ahora tocan
la certeza del día que se alarga
esperando la luna novelera
que estrena la ciudad en cada marzo,
zapatos nuevos para andar la rampa
de un Salvador que viene con su Burra,
con sus palmas y olivos, proclamando
que en incienso y en cera se remansan
los recuerdos de cal de aquella esquina
que está esperando un palio como espera
a su novio, impaciente, una muchacha.
El árbol del amor ha florecido
y es el anuncio cierto: ya ha llegado
la luz en este coche de cuadrillas
que ahora monta los palcos en la plaza
y en la Puerta Carmona ha desplegado
protestas de pancartas que reclaman
bosques de capirotes de los barrios
que buscan terciopelos de la dicha,
el descalzo ruán o la azul sarga
de la colla del muelle, marinera,
el Puerto de las Indias interiores
que cada primavera descubrimos
y conquistan cornetas y tambores.
Suenan martillos, yunques del recuerdo,
que el frío del invierno ya desmontan:
la humedad de los muros de verdina,
las losas de Tarifa de las Gradas
en procesión de espadas fernandinas,
la alhucema de copas que levantan
el brindis del adiós a las camillas,
a beber y apurar los coroneles
que mandan soldaditos de Pavía
que ya ocupan murallas, costanillas,
Placentines, balcones saeteros
y silencios antiguos penitentes.
Y hasta el cisco picón que había en la copa
ya busca con su brasa un incensario
que perfume la tarde de recuerdos.
Compiten con torrijas y pestiños
los viejos nazarenos-bomboneras
en este escaparate centenario
en donde una Campana da la hora
y la venia a los gozos que se acercan.
Y está en el mostrador un nazareno
que cada Viernes acompaña a un Cristo
que expira sobre el puente de Triana,
comprando un nazareno con su túnica,
la misma que heredó de sus mayores,
blanca como la cal de Cerca Hermosa
y negra como un cante del Zurraque.
El nazareno compra un nazareno:
contemplo este milagro de Sevilla,
porque encierra la luz muñecas rusas
de los recuerdos dentro de un recuerdo.
«Se lo llevo a mi nieto», ahora me dice
el viejo nazareno del Cachorro
al que están despachando la alegría
salida de esos tramos que proclaman
tras los cristales todos los colores
del tiempo de nostalgia que se acerca.
Algunos nazarenos-bomboneras
son morado Pendón de Cigarreras,
o del Sentencia por la calle Feria.
Los otros verdes son, de la Esperanza
de Pureza o de Parras, que es La Misma.
El que lleva este hombre de Triana,
los más dulces bombones para el nieto,
visten con los colores Patrocinio
de un Gitano que siempre está expirando
junto a una Señorita de Triana.
Y una lágrima quizá derrama ahora
cuando me explica que es maniguetero,
que sale donde iba Juan Belmonte.
Luego calla, señala ese bolsillo,
en donde se ha guardado otro tesoro:
papeleta de sitio a buen recaudo,
la misma que se cuenta por Triana
que aquel Pasmo llevaba en su cartera
la tarde que salió en Gómez Cardeña
directamente por la puerta grande
en donde lo esperaba su Cachorro.
Toda esta Triana me he encontrado
en el seguro azar de La Campana,
comprando yo también un nazareno
de verde terciopelo de juguete,
con el dulce merino de la dicha.
Sevilla, sola, escribe endecasílabos.
La luz, el aire, el agua, los sonidos
ya plumas son, de armao o de alguaciles,
que escriben la hermosura de estos versos
que quedan en el viento que barrunta
tambores, incensarios, capirotes.
Al pasar por el Parque has comprobado
que silenciosamente, como siempre,
el árbol del amor ha florecido.
Ese hermano menor de los naranjos
que no heredó fortunas de azahares
trasminando los aires de la tarde,
ni versos de poetas que cantaran
los días que se acercan racheando.
Tienen color capote estas hojas,
capote de Romero, recogido,
que el invierno es recuerdo de esclavina,
de bufanda, de abrigo y Cabalgata
cuando bajan las manos que ahora tocan
la certeza del día que se alarga
esperando la luna novelera
que estrena la ciudad en cada marzo,
zapatos nuevos para andar la rampa
de un Salvador que viene con su Burra,
con sus palmas y olivos, proclamando
que en incienso y en cera se remansan
los recuerdos de cal de aquella esquina
que está esperando un palio como espera
a su novio, impaciente, una muchacha.
El árbol del amor ha florecido
y es el anuncio cierto: ya ha llegado
la luz en este coche de cuadrillas
que ahora monta los palcos en la plaza
y en la Puerta Carmona ha desplegado
protestas de pancartas que reclaman
bosques de capirotes de los barrios
que buscan terciopelos de la dicha,
el descalzo ruán o la azul sarga
de la colla del muelle, marinera,
el Puerto de las Indias interiores
que cada primavera descubrimos
y conquistan cornetas y tambores.
Suenan martillos, yunques del recuerdo,
que el frío del invierno ya desmontan:
la humedad de los muros de verdina,
las losas de Tarifa de las Gradas
en procesión de espadas fernandinas,
la alhucema de copas que levantan
el brindis del adiós a las camillas,
a beber y apurar los coroneles
que mandan soldaditos de Pavía
que ya ocupan murallas, costanillas,
Placentines, balcones saeteros
y silencios antiguos penitentes.
Y hasta el cisco picón que había en la copa
ya busca con su brasa un incensario
que perfume la tarde de recuerdos.
Compiten con torrijas y pestiños
los viejos nazarenos-bomboneras
en este escaparate centenario
en donde una Campana da la hora
y la venia a los gozos que se acercan.
Y está en el mostrador un nazareno
que cada Viernes acompaña a un Cristo
que expira sobre el puente de Triana,
comprando un nazareno con su túnica,
la misma que heredó de sus mayores,
blanca como la cal de Cerca Hermosa
y negra como un cante del Zurraque.
El nazareno compra un nazareno:
contemplo este milagro de Sevilla,
porque encierra la luz muñecas rusas
de los recuerdos dentro de un recuerdo.
«Se lo llevo a mi nieto», ahora me dice
el viejo nazareno del Cachorro
al que están despachando la alegría
salida de esos tramos que proclaman
tras los cristales todos los colores
del tiempo de nostalgia que se acerca.
Algunos nazarenos-bomboneras
son morado Pendón de Cigarreras,
o del Sentencia por la calle Feria.
Los otros verdes son, de la Esperanza
de Pureza o de Parras, que es La Misma.
El que lleva este hombre de Triana,
los más dulces bombones para el nieto,
visten con los colores Patrocinio
de un Gitano que siempre está expirando
junto a una Señorita de Triana.
Y una lágrima quizá derrama ahora
cuando me explica que es maniguetero,
que sale donde iba Juan Belmonte.
Luego calla, señala ese bolsillo,
en donde se ha guardado otro tesoro:
papeleta de sitio a buen recaudo,
la misma que se cuenta por Triana
que aquel Pasmo llevaba en su cartera
la tarde que salió en Gómez Cardeña
directamente por la puerta grande
en donde lo esperaba su Cachorro.
Toda esta Triana me he encontrado
en el seguro azar de La Campana,
comprando yo también un nazareno
de verde terciopelo de juguete,
con el dulce merino de la dicha.
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